Cuento "La llamada"
Cuento "La Llamada" fue distinguido con Mención
Honrosa en el 4° Concurso de cuentos Teresa Hamel organizado por la Sociedad de
Escritores de Chile - SECH, versión año 2012.
LA LLAMADA
¡Aló! – contestaba el teléfono con su voz pausada
mientras contemplaba las fotos familiares dispuestas ordenadamente sobre la
mesa de arrimo en la cual se encontraba el aparato telefónico.
¡Sí, con ella! - Respondía cortésmente, a la vez que se
sentaba con total tranquilidad en la silla dispuesta al lado del teléfono, en
la salita de estar, continua del amplio living. Su nombre era Lucila Mercedes
Rosales, una mujer de unos sesenta años, de actitud erguida y jovial, fruto de
una buena alimentación durante su niñez, criada en el campo en la casa patronal
de su abuelo Facundo José Rosales. Gozaba de muy buena salud lo que era
complementado con los cuidados médicos propios de alguien de su clase social.
¡Cómo está usted don Manuel Barros! ¿Dígame en qué le
puedo servir? – respondía al interlocutor que hablaba al otro lado de la línea.
De pronto su semblante empezó a cambiar poco a poco, demostrando en la palidez
de su blanca piel el impacto de las malas noticias comunicadas. Era Manuel
Barros Zañartu con quien conversaba, Diputado de la República , jefe de la
bancada de los diputados del Partido Unión Nacional- partido político conocido por sus siglas PUN - y amigo personal
de su marido, el también diputado Pablo Arancibia-Sotomayor quien acababa de
fallecer de un ataque al corazón en un hotel en las cercanías del Congreso
Nacional.
Después de llorar algunos minutos, se impuso su
ascendencia británica, recogida en su sangre por el lado materno, se secó las lágrimas
con su pañuelo de tela que tan sólo la noche anterior había terminado de bordar
y llamó al personal de servicio de su hermosa casona ubicada en el Fundo El
Manzano, tierras que habían pertenecido a su padre y a su abuelo por línea
paterna, para comunicar la triste noticia del fallecimiento de su marido.
Doña Lucila había conocido al que sería su futuro marido cuando
tan sólo tenía dieciséis años y aún cursaba sus estudios secundarios. El era un
joven abogado de veinticuatro años que se había instalado en el pueblo cercano
al Fundo El Manzano. Como un joven profesional recién egresado, venía a
administrar la empresa forestal de una transnacional que se instalaba en los
campos chilenos para explotar los frondosos bosques de pino que rodeaban la
zona. Fue en una visita al Fundo de la familia de Lucila - por razones de
negocio - que la vio por primera vez. Era alta y delgada, con dos grandes
trenzas que bordeaban su figura, de tez pálida y modales refinados, vestía
faldones que la distinguían de las demás mujeres que se encontraban en el hogar
y, por sobre todo, le llamó poderosamente la atención su timidez que ocultaba
en algún libro, en el cual buscaba el refugio mientras su abuelo acordaba el
negocio con este joven de carácter ambicioso y un gran conversador.
No pasaron muchos meses para que se generara una gran
amistad entre don Facundo José Rosales y Pablo Arancibia-Sotomayor, beneficiosa
para el primero al obtener contratos ventajosos para la explotación de sus
bosques y muy beneficiosa para el joven administrador, que intentaba iniciar
una carrera política en uno de los principales partidos políticos de derecha,
arraigándose en una zona donde don Facundo era una voz preponderante entre los
lugareños.
Después de tres años en la zona, Pablo y Lucila se
casaban en una fiesta donde concurrían las más distinguidas familias de la zona
y algunos personajes importantes de Santiago. Sólo dos hijas había podido
concebir doña Lucila, las razones de tan corta descendencia nunca quedaron
claras. Simplemente no pudieron tener más hijos, a pesar de que intentaron
buscar el varón. Los murmullos del pueblo apuntaban a él como el responsable de
tan corta descendencia poco acostumbrada en las familias aristócratas del campo
chileno.
Doña Lucila había celebrado hace algunos meses sus
cuarenta años de matrimonio y ahora quedaba viuda, preparándose a viajar a la
capital para los rituales funerarios. Su marido sería enterrado con los honores
propios de su cargo y dignidad, después de varios periodos como diputado
representando a la zona que, en su juventud, había dejado casi sin bosques en
el lucrativo negocio de la madera y la celulosa.
¡Gracias don Manuel por venir a buscarme! ¡Usted sabe
que no soy muy entendida en cosas de protocolo con las autoridades públicas, mi
vida la he hecho más bien en la casa cuidando a mis niñitas y a mis flores! –
comentaba afligida, al diputado Barros Zañartu quien se había preocupado de venir
a buscarla personalmente.
¡No se preocupe señora! ¡Usted sabe que con Pablo
fuimos amigos desde la
Universidad y no es más que un deber mío acompañarla en estos
momentos difíciles! – le señaló a la viuda mientras abría la puerta del
Mercedes Benz que los llevaría, en un viaje de dos horas, al tumulto de las
sepelios fúnebres que se preparaban en el mismísimo salón de honor del Congreso
Nacional.
¡Así aprovechamos de conversar algunas cosas que
seguramente la prensa amarillenta va a tratar de explotar! - Le señaló a la
viuda el honorable diputado, en forma incólume, una vez instalados en el vehículo.
En efecto, el diputado Pablo Arancibia-Sotomayor había
fallecido de un ataque al corazón en el “Hotel Príncipe de Mónaco”, mientras se
encontraba con una de sus asistentes, a las cuatro de la madrugada. La mujer
asustada había salido gritando en ropa interior, llamando a un médico, mientras
repetía insistentemente “Yo no fui, juro que yo no fui”. El mayor problema era
que el parte de Carabineros había acreditado todos los hechos descritos y que
el honorable diputado fue encontrado desnudo entre las sábanas. Era el
comentario obligado de los pasillos del Congreso y pronto, algún periodista
deseoso de sus quince minutos de fama, iba a filtrar dicha información. Había
terminado de explicarle Manuel Barros Zañartu a la viuda mientras recorrían la
autopista directo a Santiago.
¡No se preocupe de darme mayores explicaciones! – Respondió
tranquilamente doña Lucila - ¡Después de cuarenta años de casados uno sabe que
marido tiene! – señaló mientras miraba por la ventana del vehículo la
cordillera de Los Andes que, con sus esplendorosas cimas nevadas, la había
acompañado en otras aflicciones. Recordaba otros incidentes, con los diversos
“renuncios” de su marido – como le dicen en el campo – que ella había tenido
que soportar sin armar mayor escándalo por el bien del hogar familiar, mientras
el diputado Pablo le pedía perdón una y mil veces.
¡Lo único que le pido don Manuel es que esa “perra” no
esté presente en el funeral! – Fue lo único que señaló, y lo hizo con tal
fuerza y convicción que el hombre fuerte del Partido, y uno de los más influyentes
del país, solamente atinó a responder ¡No se preocupe señora Lucila! ¡Será como
usted lo solicita!
Después de dos días de agotadoras jornadas en que tuvo
que recibir el pésame de cientos de personas que jamás había conocido, de
escuchar decenas de discursos, que no entendió ni se preocupó de entender mucho,
pero que alababan a su marido como una gran figura pública y de escuchar el
murmullo a su espalda de las circunstancias del fallecimiento del diputado
Pablo Arancibia-Sotomayor - que ya una parte de la prensa empezaba a especular
- había llegado nuevamente al refugio de su hogar, donde la servidumbre y las
flores le parecían nuevamente como una burbuja de protección. Menos mal que sus
hijas se habían devuelto de inmediato al extranjero, donde desarrollaban sus
vidas, intuyendo el escándalo de la muerte del papá y arrancando a sus propias
burbujas en Miami y Londres donde estaban radicadas.
Lucila, ya sola, entró al dormitorio del matrimonio
Arancibia-Sotomayor Rosales, tomó la foto de su marido, que estaba en el
velador de ella, y la tiró sobre la pared quebrándose el vidrio en mil pesazos
- ¡Infeliz! – fue el único artilugio que invocó para desterrar la imagen de su
marido de la cama matrimonial.
Pasaron los días y Lucila se concentraba más en sus
flores, sin importante el mundo exterior y menos las disputas por la sucesión
del cupo parlamentario que dejaba su marido, que ya llevaba una decenas de
aspirantes al sillón parlamentario y que la directiva del Partido todavía no
podía dilucidar, principalmente porque los intereses políticos aumentaban al
faltar menos de dos años para renovar dicho escaño, que había sido
tradicionalmente un cupo seguro para la
derecha.
Fue precisamente cuando se preocupaba de su jardín –
invadido por una plaga de rebeldes babosas – que recibió una nueva llamada de
Manuel Barros. Esta vez fue una larga conversación donde el diputado le
explicaba de una serie de acontecimientos y circunstancias que hacían que la
propuesta final del Partido para llenar el cupo dejado por su marido en la Cámara de Diputado fuese
llenado por la mismísima viuda - ¡Sí! ¡Usted señora Lucila! Creemos que es la
única forma de mantener el legado y la imagen pública de Pablo como se la
merece él, usted y las niñas – había
rematado Manuel Barros después de un largo alegato para convencer a una viuda
que, desde un primer momento, había planteado la negativa a tamaña solicitud.
¡Conversémoslo mejor en la noche! – Le había señalado
finalmente al no encontrar la aceptación definitiva. Manuel era uno de los
políticos más experimentados en el arte de la persuasión. A pesar de ser
opositor al actual gobierno se había integrado a la Comitiva que concluyó el
tratado de libre comercio con los chinos. Era reconocida su capacidad
negociadora, basada en su paciencia y en el conocimiento de la naturaleza de las
personas. Sabía apretar la tecla indicada en el gran concierto de la generación
de acuerdos.
Solamente al tomar el café en la biblioteca del
difunto Pablo, al calor de una chimenea que abrigaba una fría noche primaveral,
Manuel Barros había disfrutado el placer de lograr un nuevo acuerdo. Mientras degustaba
los últimos sorbos de un buen café de grano, saboreaba sus dotes persuasivos al
lograr un difícil ¡Está bien, acepto! de doña Lucila.
El juramento de la nueva Diputada de la República fue muy
convocado y asistido, especialmente por una prensa que quería sacar alguna
frase de Lucila Mercedes Rosales, la mismísima viuda de Pablo
Arancibia-Sotomayor, muerto en el lecho compartido con otra mujer. Pero Lucila
mantuvo la tranquilidad y buena educación de no responder más de lo necesario y
con una actitud interpretada por los editoriales del día siguiente como
“dignidad a toda prueba” había tomado posesión del escaño que, tan sólo tres
semanas atrás, veían a su difunto marido bloquear cuanto proyecto social o
laboral presentara el gobierno.
Solamente al llegar a su casa, en la soledad de su
habitación - mientras miraba el retrato
sin vidrio de su marido – sintió todo el peso del juramento tomado en la
mañana. Tendría que confiar en la servidumbre, especialmente al viejo
jardinero, el cuidado de sus flores. Mirando la foto de su marido señaló, con
lágrimas en los ojos ¡Esa “perra” me hizo tanto daño…, esa “perra” me ha
colocado aquí, cosas de la vida!
Las semanas pasaban y Lucila, fruto de su timidez e
inexperiencia, había conservado un prudente silencio en todos los asuntos de
una Cámara de Diputados que se caracterizaba precisamente por ser un espacio de
constante ebullición de discusiones y apasionadas disputas. Su tono amable y
fina dulzura pronto la hicieron destacar y distinguir entre tanto palabreo
agresivo. Pero fue un pequeño incidente que colocó a doña Lucila en la mira de
la prensa y de los demás actores políticos, incidente que comenzó como una
anécdota y que pronto ocuparía los titulares de los diarios.
Todo comenzó con una huelga de las temporeras de la
zona centro sur del país. Huelga que se había alargado más de lo esperado,
tanto para las propias dirigentes que iniciaron la huelga, como para las
autoridades que veían cómo se agitaban los ánimos en el campo chileno,
escapando de su control la seguridad en el sector. En ese estado de conmoción
estaba la situación cuando un grupo de temporeras más radicalizadas comenzó una
huelga de hambre, entre dichas mujeres estaba Manuela, nieta del jardinero de doña
Lucila – un hombre a quien la viuda trataba con mucho respeto y admiración –
quien estaba muy afligido por la salud de su nieta menor, muchacha que se había
criado en el fundo El Manzano y que la actual diputada conocía desde que sus
ojos se abrieron a la luz en este mundo.
¡Vamos a ver a Manuela! – le había dicho la nueva
diputada a su jardinero sin analizar los inconvenientes de que una de las
representantes del PUN – Partido que había obstaculizado las reformas legales
que desencadenaron la huelga – fuera a meterse a una verdadera cueva de lobos
para cualquier figura del sector.
Con la sorpresa de todos, al ver a una diputada del
PUN en plena sede sindical donde se encontraban las huelguistas de hambre, la
vieron bajar unas frazadas y almohadas de plumas de pavo y conversar
cariñosamente con las huelguistas. Nadie se atrevió a detenerle el paso, ni a
gritarle ninguna grosería, solamente vieron pasar la figura de una dama
cariñosa y amable que repartía tímidas sonrisas mientras escuchaba al abuelo y
su nieta en un enternecedor diálogo familiar.
Fue a la salida del local, donde se encontraba toda la
prensa - seguramente alertada por las huelguistas frente a semejante visita –
que solamente lograron sacarle una frase antes de llegar a su coche, frase que
sería titular en los diarios y noticieros ¡Sólo vine a ayudar, eso es lo que
deberíamos hacer todos!
Dicho incidente dejó en incomoda posición al gobierno
y a la oposición. El gobierno aprovechó el supuesto apoyo de una diputada de la
oposición para reimpulsar el proyecto de ley y la oposición destacó la labor de
una de las suyas, que se preocupaba del drama humano detrás de la huelga, antes
de sacar provechos políticos. En tan sólo tres días se aprobaron los proyectos
de leyes que habían dormido en el Congreso Nacional por más de cuatro años.
Al principio las criticas internas del PUN apuntaron a
Manuel Barros, el hombre encargado de controlar y guiar a aquella inexperta
mujer en las vicisitudes políticas, pero el jefe de la bancada de diputados
derechistas era un hombre que sabía aprovechar cada circunstancia a su favor y
se daba cuenta que Lucila Mercedes Rosales se había transformado en una figura
pública atípica de la derecha, mostrando una “sensibilidad social” – como lo
había señalado en una intervención del hemiciclo – que lograba
transversabilidad en el país.
Aquel incidente no había cambiado mucho a la propia
Lucila, después de todo era una mujer amable, criada en los colegios de las monjas
francesas, que le habían inculcado que el amor al prójimo se medía con los
buenos modales con cualquier persona.
Pero la prensa estuvo más atenta a aquella dama que,
sin opinar mucho, actuaba conforme a sus convicciones e instintos más que a cálculos
políticos o electorales.
Fue el propio Manuel Barros Zañartu quien la llamó,
tan sólo para contarle que el PUN estaba barajando su nombre, entre otros, para
una candidatura a Presidente de la República. Análisis
que se había profundizado después de que lograran la filtración de una encuesta
reservada encargada por el Ministerio del Interior donde la figura política
mejor evaluada de la derecha era la diputada Lucila Mercedes Rosales. Pero el
factor de análisis de mayor impacto era la penetración de popularidad de la
diputada Rosales en sectores poblacionales del gran Santiago y rurales del
centro y sur de Chile - ¡Parece que los electores buscan una figura materna,
amigable y honesta, y usted representa todo eso! – Le había concluido Manuel
Barros, mientras demostraba un entusiasmo que no había visto desde su época de
juventud cuando defendía la labor del gobierno de reconstrucción nacional, como
le gustaba llamar a la dictadura de la época.
¡Esta vez no se le va a hacer tan fácil! – había
respondido pausadamente doña Lucila mientras con una mano acariciaba las fotos
de sus nietos que vivían en el extranjero y con la otra sostenía el teléfono.
No era novedad para la derecha probar con candidatos a
Presidente de la República
que estuvieran fuera de su casta política. Había presentado como candidato a un
brillante economista, un yuppie que
practicaba el andinismo y vestía informal; a un hombre mayor de fuerte arraigo aristócrata,
descendiente de Presidentes, ministros y senadores, definido como un gentleman por sus pares; a un impulsivo
populista, que sólo hablaba de “los problemas concretos de la gente” y que
prometía solucionarlo todo; finalmente a un exitoso empresario, una de las
personas más ricas del país, que había generado su fortuna en base a la
especulación financiera. Todos candidatos de la derecha, todos habían perdido
frente a los candidatos del bloque de gobierno.
Por tal razón, las voces que habían comenzado a ver en
Lucila Mercedes Rosales una posibilidad de llegar al gobierno, se iban sumando
cada vez más, en la misma medida que la viuda de Pablo Arancibia-Sotomayor
insistía en que no estaba disponible para dicha aventura.
¡Los plazos se acortan y eres tú el indicado de convencerla!
– Le manifestaban insistentemente a don Manuel Barros mientras él insistía en
su clásica estrategia de negociación - ¡Paciencia! ¡Hay que respetar los
procesos de cada persona!
Fue precisamente en el primer aniversario de la muerte
del diputado Arancibia-Salamanca que don Manuel Barros intentó su ataque final.
Mientras se inauguraba la “Avenida Pablo Arancibia-Sotomayor” el diputado Barros
le preguntó a la viuda ¿Leyó el reportaje del suplemento “The Hospital”? A lo
cual replicó lacónicamente la viuda ¡No! ¡Qué dicen! Fue la oportunidad de don
Manuel Barros en explayarse sobre el artículo periodístico que estaba
reflotando la historia de las circunstancias de la muerte del diputado
Arancibia-Sotomayor.
¡La única forma de detener esos rumores que enlodan la
imagen de Pablo y la dignidad de usted, sus hijas y sus nietos es que acepte la
candidatura a Presidente de la
República ! – sentenció severamente don Manuel Barros.
¡No cree que eso aumentaría los chismes! Replicó
asertivamente doña Lucila.
¡No! ¡En la medida que usted proyecte la imagen de una
viuda a la cual no respetan su duelo! – Contestó rápidamente el jefe de la
bancada de diputado del PUN.
¡Y eso cómo se hace! Indagó la viuda.
¡No se preocupe! ¡Esos temas déjemelos a mí! Sentenció
finalmente el diputado Barros.
Don Manuel Barros Zañartu sonrió, sólo faltaba el
último empujón para lograr convencer a doña Lucila Mercedes Rosales. Tenía muy
claro que la argumentación sobre tapar los chismes con una candidatura
presidencial no sólo era débil, también podía generar el efecto contrario.
Sabía que con la farandulización de la prensa chilena casos como la muerte del
diputado Arancibia-Sotomayor eran solicitados por los productores de programas
de televisión y comentado obligado de los opinólogos irresponsables que la
habitaban.
El esfuerzo por retener los comentarios chismosos de
la muerte de Pablo Arancibia-Sotomayor había necesitado de mucha habilidad y
presión por parte del PUN.
Sólo se habían salvado unos pocos medios de
comunicación que estaban fuera de la esfera de influencia del Partido
derechista. Pero Barros sabía que para convencer a doña Lucila tenía que
generar la excusa sicológica de defensa de la familia antes de dar ese ataque
definitivo.
Fue en una cena ofrecida en honor y memoria del
difunto diputado que don Manuel Barros dio su tiro de gracia. Pacientemente y
entre sutiles alabanzas a la labor desarrollada por Lucila. Le confesó que
Pablo siempre había tenido la secreta aspiración de postularse a la Presidencia de la República – que más de
alguna vez había pedido su ayuda y consejo – pero finalmente sus “errores” con
las mujeres le habían impedido tomar la decisión final. Ahora se le presentaba
la oportunidad a su viuda, pero sin el problema de arrastrar “errores” que le
impidieran aceptar. Simplemente estaba en su voluntad decir que sí o no.
Dicha confesión fue como una bomba de tiempo. Ahora
don Manuel Barros esperaría pacientemente que su artefacto explosivo, puesto en
el orgullo aún herido de una viuda que había aprendido a disimular sus
sentimientos, actúe sobre su voluntad.
Tan sólo tuvo que esperar unas pocas horas cuando,
junto a su esposa, fueron a dejar a la viuda que, vestida de elegante y
correcto luto, decía la formula mágica - ¡Dígale a las personas del Partido que
acepto la candidatura a Presidente de la República !
¡Doña Lucila! – exclamó el diputado Barros mientras
tomaba la mano se su mujer - ¡Cuente con todo nuestro apoyo y amistad!
Esa noche el diputado Manuel Barros Zañartu, jefe de
la bancada de diputado del Partido Unión Nacional, y uno de los hombres más
influyentes del país, durmió con toda tranquilidad. Se sentía como el director
de una sinfónica que había logrado incorporar el instrumento que faltaba a su
armoniosa e inconclusa melodía. Durmió con sueños muy agradables.
Lucila Mercedes Rosales, después de despedirse del
matrimonio Barros Errázuriz ingresó pausadamente a su casa, saludó a la
servidumbre que la esperaban aún despiertos, entró a su invernadero a acariciar
y conversar con cada una de sus flores, como si se tratara de un ritual de
despedida y finalmente se fue a su amplio y solitario dormitorio. Sacó del
cajón de su velador la foto, sin marco, de su marido y mirándola
contemplativamente exclamó: ¡Por una “perra” capaz que termine de Presidenta de
la República !
PICHINAHUEL
(Leonel Sánchez Jorquera)