domingo, septiembre 09, 2012

Cuento "La llamada"


Cuento "La Llamada" fue distinguido con Mención Honrosa en el 4° Concurso de cuentos Teresa Hamel organizado por la Sociedad de Escritores de Chile - SECH, versión año 2012.




LA  LLAMADA

¡Aló! – contestaba el teléfono con su voz pausada mientras contemplaba las fotos  familiares dispuestas ordenadamente sobre la mesa de arrimo en la cual se encontraba el aparato telefónico.
¡Sí, con ella! - Respondía cortésmente, a la vez que se sentaba con total tranquilidad en la silla dispuesta al lado del teléfono, en la salita de estar, continua del amplio living. Su nombre era Lucila Mercedes Rosales, una mujer de unos sesenta años, de actitud erguida y jovial, fruto de una buena alimentación durante su niñez, criada en el campo en la casa patronal de su abuelo Facundo José Rosales. Gozaba de muy buena salud lo que era complementado con los cuidados médicos propios de alguien de su clase social.
¡Cómo está usted don Manuel Barros! ¿Dígame en qué le puedo servir? – respondía al interlocutor que hablaba al otro lado de la línea. De pronto su semblante empezó a cambiar poco a poco, demostrando en la palidez de su blanca piel el impacto de las malas noticias comunicadas. Era Manuel Barros Zañartu con quien conversaba, Diputado de la República, jefe de la bancada de los diputados del Partido Unión Nacional- partido político  conocido por sus siglas PUN - y amigo personal de su marido, el también diputado Pablo Arancibia-Sotomayor quien acababa de fallecer de un ataque al corazón en un hotel en las cercanías del Congreso Nacional.
Después de llorar algunos minutos, se impuso su ascendencia británica, recogida en su sangre por el lado materno, se secó las lágrimas con su pañuelo de tela que tan sólo la noche anterior había terminado de bordar y llamó al personal de servicio de su hermosa casona ubicada en el Fundo El Manzano, tierras que habían pertenecido a su padre y a su abuelo por línea paterna, para comunicar la triste noticia del fallecimiento de su marido.
Doña Lucila había conocido al que sería su futuro marido cuando tan sólo tenía dieciséis años y aún cursaba sus estudios secundarios. El era un joven abogado de veinticuatro años que se había instalado en el pueblo cercano al Fundo El Manzano. Como un joven profesional recién egresado, venía a administrar la empresa forestal de una transnacional que se instalaba en los campos chilenos para explotar los frondosos bosques de pino que rodeaban la zona. Fue en una visita al Fundo de la familia de Lucila - por razones de negocio - que la vio por primera vez. Era alta y delgada, con dos grandes trenzas que bordeaban su figura, de tez pálida y modales refinados, vestía faldones que la distinguían de las demás mujeres que se encontraban en el hogar y, por sobre todo, le llamó poderosamente la atención su timidez que ocultaba en algún libro, en el cual buscaba el refugio mientras su abuelo acordaba el negocio con este joven de carácter ambicioso y un gran conversador.
No pasaron muchos meses para que se generara una gran amistad entre don Facundo José Rosales y Pablo Arancibia-Sotomayor, beneficiosa para el primero al obtener contratos ventajosos para la explotación de sus bosques y muy beneficiosa para el joven administrador, que intentaba iniciar una carrera política en uno de los principales partidos políticos de derecha, arraigándose en una zona donde don Facundo era una voz preponderante entre los lugareños.
Después de tres años en la zona, Pablo y Lucila se casaban en una fiesta donde concurrían las más distinguidas familias de la zona y algunos personajes importantes de Santiago. Sólo dos hijas había podido concebir doña Lucila, las razones de tan corta descendencia nunca quedaron claras. Simplemente no pudieron tener más hijos, a pesar de que intentaron buscar el varón. Los murmullos del pueblo apuntaban a él como el responsable de tan corta descendencia poco acostumbrada en las familias aristócratas del campo chileno.
Doña Lucila había celebrado hace algunos meses sus cuarenta años de matrimonio y ahora quedaba viuda, preparándose a viajar a la capital para los rituales funerarios. Su marido sería enterrado con los honores propios de su cargo y dignidad, después de varios periodos como diputado representando a la zona que, en su juventud, había dejado casi sin bosques en el lucrativo negocio de la madera y la celulosa.
¡Gracias don Manuel por venir a buscarme! ¡Usted sabe que no soy muy entendida en cosas de protocolo con las autoridades públicas, mi vida la he hecho más bien en la casa cuidando a mis niñitas y a mis flores! – comentaba afligida, al diputado Barros Zañartu quien se había preocupado de venir a buscarla personalmente.
¡No se preocupe señora! ¡Usted sabe que con Pablo fuimos amigos desde la Universidad y no es más que un deber mío acompañarla en estos momentos difíciles! – le señaló a la viuda mientras abría la puerta del Mercedes Benz que los llevaría, en un viaje de dos horas, al tumulto de las sepelios fúnebres que se preparaban en el mismísimo salón de honor del Congreso Nacional.
¡Así aprovechamos de conversar algunas cosas que seguramente la prensa amarillenta va a tratar de explotar! - Le señaló a la viuda el honorable diputado, en forma incólume, una vez instalados en el vehículo.
En efecto, el diputado Pablo Arancibia-Sotomayor había fallecido de un ataque al corazón en el “Hotel Príncipe de Mónaco”, mientras se encontraba con una de sus asistentes, a las cuatro de la madrugada. La mujer asustada había salido gritando en ropa interior, llamando a un médico, mientras repetía insistentemente “Yo no fui, juro que yo no fui”. El mayor problema era que el parte de Carabineros había acreditado todos los hechos descritos y que el honorable diputado fue encontrado desnudo entre las sábanas. Era el comentario obligado de los pasillos del Congreso y pronto, algún periodista deseoso de sus quince minutos de fama, iba a filtrar dicha información. Había terminado de explicarle Manuel Barros Zañartu a la viuda mientras recorrían la autopista directo a Santiago.
¡No se preocupe de darme mayores explicaciones! – Respondió tranquilamente doña Lucila - ¡Después de cuarenta años de casados uno sabe que marido tiene! – señaló mientras miraba por la ventana del vehículo la cordillera de Los Andes que, con sus esplendorosas cimas nevadas, la había acompañado en otras aflicciones. Recordaba otros incidentes, con los diversos “renuncios” de su marido – como le dicen en el campo – que ella había tenido que soportar sin armar mayor escándalo por el bien del hogar familiar, mientras el diputado Pablo le pedía perdón una y mil veces.
¡Lo único que le pido don Manuel es que esa “perra” no esté presente en el funeral! – Fue lo único que señaló, y lo hizo con tal fuerza y convicción que el hombre fuerte del Partido, y uno de los más influyentes del país, solamente atinó a responder ¡No se preocupe señora Lucila! ¡Será como usted lo solicita!
Después de dos días de agotadoras jornadas en que tuvo que recibir el pésame de cientos de personas que jamás había conocido, de escuchar decenas de discursos, que no entendió ni se preocupó de entender mucho, pero que alababan a su marido como una gran figura pública y de escuchar el murmullo a su espalda de las circunstancias del fallecimiento del diputado Pablo Arancibia-Sotomayor - que ya una parte de la prensa empezaba a especular - había llegado nuevamente al refugio de su hogar, donde la servidumbre y las flores le parecían nuevamente como una burbuja de protección. Menos mal que sus hijas se habían devuelto de inmediato al extranjero, donde desarrollaban sus vidas, intuyendo el escándalo de la muerte del papá y arrancando a sus propias burbujas en Miami y Londres donde estaban radicadas.
Lucila, ya sola, entró al dormitorio del matrimonio Arancibia-Sotomayor Rosales, tomó la foto de su marido, que estaba en el velador de ella, y la tiró sobre la pared quebrándose el vidrio en mil pesazos - ¡Infeliz! – fue el único artilugio que invocó para desterrar la imagen de su marido de la cama matrimonial.
Pasaron los días y Lucila se concentraba más en sus flores, sin importante el mundo exterior y menos las disputas por la sucesión del cupo parlamentario que dejaba su marido, que ya llevaba una decenas de aspirantes al sillón parlamentario y que la directiva del Partido todavía no podía dilucidar, principalmente porque los intereses políticos aumentaban al faltar menos de dos años para renovar dicho escaño, que había sido tradicionalmente un cupo  seguro para la derecha.
Fue precisamente cuando se preocupaba de su jardín – invadido por una plaga de rebeldes babosas – que recibió una nueva llamada de Manuel Barros. Esta vez fue una larga conversación donde el diputado le explicaba de una serie de acontecimientos y circunstancias que hacían que la propuesta final del Partido para llenar el cupo dejado por su marido en la Cámara de Diputado fuese llenado por la mismísima viuda - ¡Sí! ¡Usted señora Lucila! Creemos que es la única forma de mantener el legado y la imagen pública de Pablo como se la merece él, usted y las niñas  – había rematado Manuel Barros después de un largo alegato para convencer a una viuda que, desde un primer momento, había planteado la negativa a tamaña solicitud.
¡Conversémoslo mejor en la noche! – Le había señalado finalmente al no encontrar la aceptación definitiva. Manuel era uno de los políticos más experimentados en el arte de la persuasión. A pesar de ser opositor al actual gobierno se había integrado a la Comitiva que concluyó el tratado de libre comercio con los chinos. Era reconocida su capacidad negociadora, basada en su paciencia y en el conocimiento de la naturaleza de las personas. Sabía apretar la tecla indicada en el gran concierto de la generación de acuerdos.
Solamente al tomar el café en la biblioteca del difunto Pablo, al calor de una chimenea que abrigaba una fría noche primaveral, Manuel Barros había disfrutado el placer de lograr un nuevo acuerdo. Mientras degustaba los últimos sorbos de un buen café de grano, saboreaba sus dotes persuasivos al lograr un difícil ¡Está bien, acepto! de doña Lucila.
El juramento de la nueva Diputada de la República fue muy convocado y asistido, especialmente por una prensa que quería sacar alguna frase de Lucila Mercedes Rosales, la mismísima viuda de Pablo Arancibia-Sotomayor, muerto en el lecho compartido con otra mujer. Pero Lucila mantuvo la tranquilidad y buena educación de no responder más de lo necesario y con una actitud interpretada por los editoriales del día siguiente como “dignidad a toda prueba” había tomado posesión del escaño que, tan sólo tres semanas atrás, veían a su difunto marido bloquear cuanto proyecto social o laboral presentara el gobierno.
Solamente al llegar a su casa, en la soledad de su habitación  - mientras miraba el retrato sin vidrio de su marido – sintió todo el peso del juramento tomado en la mañana. Tendría que confiar en la servidumbre, especialmente al viejo jardinero, el cuidado de sus flores. Mirando la foto de su marido señaló, con lágrimas en los ojos ¡Esa “perra” me hizo tanto daño…, esa “perra” me ha colocado aquí, cosas de la vida!
Las semanas pasaban y Lucila, fruto de su timidez e inexperiencia, había conservado un prudente silencio en todos los asuntos de una Cámara de Diputados que se caracterizaba precisamente por ser un espacio de constante ebullición de discusiones y apasionadas disputas. Su tono amable y fina dulzura pronto la hicieron destacar y distinguir entre tanto palabreo agresivo. Pero fue un pequeño incidente que colocó a doña Lucila en la mira de la prensa y de los demás actores políticos, incidente que comenzó como una anécdota y que pronto ocuparía los titulares de los diarios.
Todo comenzó con una huelga de las temporeras de la zona centro sur del país. Huelga que se había alargado más de lo esperado, tanto para las propias dirigentes que iniciaron la huelga, como para las autoridades que veían cómo se agitaban los ánimos en el campo chileno, escapando de su control la seguridad en el sector. En ese estado de conmoción estaba la situación cuando un grupo de temporeras más radicalizadas comenzó una huelga de hambre, entre dichas mujeres estaba Manuela, nieta del jardinero de doña Lucila – un hombre a quien la viuda trataba con mucho respeto y admiración – quien estaba muy afligido por la salud de su nieta menor, muchacha que se había criado en el fundo El Manzano y que la actual diputada conocía desde que sus ojos se abrieron a la luz en este mundo.
¡Vamos a ver a Manuela! – le había dicho la nueva diputada a su jardinero sin analizar los inconvenientes de que una de las representantes del PUN – Partido que había obstaculizado las reformas legales que desencadenaron la huelga – fuera a meterse a una verdadera cueva de lobos para cualquier figura del sector.
Con la sorpresa de todos, al ver a una diputada del PUN en plena sede sindical donde se encontraban las huelguistas de hambre, la vieron bajar unas frazadas y almohadas de plumas de pavo y conversar cariñosamente con las huelguistas. Nadie se atrevió a detenerle el paso, ni a gritarle ninguna grosería, solamente vieron pasar la figura de una dama cariñosa y amable que repartía tímidas sonrisas mientras escuchaba al abuelo y su nieta en un enternecedor diálogo familiar.
Fue a la salida del local, donde se encontraba toda la prensa - seguramente alertada por las huelguistas frente a semejante visita – que solamente lograron sacarle una frase antes de llegar a su coche, frase que sería titular en los diarios y noticieros ¡Sólo vine a ayudar, eso es lo que deberíamos hacer todos!
Dicho incidente dejó en incomoda posición al gobierno y a la oposición. El gobierno aprovechó el supuesto apoyo de una diputada de la oposición para reimpulsar el proyecto de ley y la oposición destacó la labor de una de las suyas, que se preocupaba del drama humano detrás de la huelga, antes de sacar provechos políticos. En tan sólo tres días se aprobaron los proyectos de leyes que habían dormido en el Congreso Nacional por más de cuatro años.
Al principio las criticas internas del PUN apuntaron a Manuel Barros, el hombre encargado de controlar y guiar a aquella inexperta mujer en las vicisitudes políticas, pero el jefe de la bancada de diputados derechistas era un hombre que sabía aprovechar cada circunstancia a su favor y se daba cuenta que Lucila Mercedes Rosales se había transformado en una figura pública atípica de la derecha, mostrando una “sensibilidad social” – como lo había señalado en una intervención del hemiciclo – que lograba transversabilidad en el país.
Aquel incidente no había cambiado mucho a la propia Lucila, después de todo era una mujer amable, criada en los colegios de las monjas francesas, que le habían inculcado que el amor al prójimo se medía con los buenos modales con cualquier persona.
Pero la prensa estuvo más atenta a aquella dama que, sin opinar mucho, actuaba conforme a sus convicciones e instintos más que a cálculos políticos o electorales.
Fue el propio Manuel Barros Zañartu quien la llamó, tan sólo para contarle que el PUN estaba barajando su nombre, entre otros, para una candidatura a Presidente de la República. Análisis que se había profundizado después de que lograran la filtración de una encuesta reservada encargada por el Ministerio del Interior donde la figura política mejor evaluada de la derecha era la diputada Lucila Mercedes Rosales. Pero el factor de análisis de mayor impacto era la penetración de popularidad de la diputada Rosales en sectores poblacionales del gran Santiago y rurales del centro y sur de Chile - ¡Parece que los electores buscan una figura materna, amigable y honesta, y usted representa todo eso! – Le había concluido Manuel Barros, mientras demostraba un entusiasmo que no había visto desde su época de juventud cuando defendía la labor del gobierno de reconstrucción nacional, como le gustaba llamar a la dictadura de la época.
¡Esta vez no se le va a hacer tan fácil! – había respondido pausadamente doña Lucila mientras con una mano acariciaba las fotos de sus nietos que vivían en el extranjero y con la otra sostenía el teléfono.
No era novedad para la derecha probar con candidatos a Presidente de la República que estuvieran fuera de su casta política. Había presentado como candidato a un brillante economista, un yuppie que practicaba el andinismo y vestía informal; a un hombre mayor de fuerte arraigo aristócrata, descendiente de Presidentes, ministros y senadores, definido como un gentleman por sus pares; a un impulsivo populista, que sólo hablaba de “los problemas concretos de la gente” y que prometía solucionarlo todo; finalmente a un exitoso empresario, una de las personas más ricas del país, que había generado su fortuna en base a la especulación financiera. Todos candidatos de la derecha, todos habían perdido frente a los candidatos del bloque de gobierno.
Por tal razón, las voces que habían comenzado a ver en Lucila Mercedes Rosales una posibilidad de llegar al gobierno, se iban sumando cada vez más, en la misma medida que la viuda de Pablo Arancibia-Sotomayor insistía en que no estaba disponible para dicha aventura.
¡Los plazos se acortan y eres tú el indicado de convencerla! – Le manifestaban insistentemente a don Manuel Barros mientras él insistía en su clásica estrategia de negociación - ¡Paciencia! ¡Hay que respetar los procesos de cada persona!
Fue precisamente en el primer aniversario de la muerte del diputado Arancibia-Salamanca que don Manuel Barros intentó su ataque final. Mientras se inauguraba la “Avenida Pablo Arancibia-Sotomayor” el diputado Barros le preguntó a la viuda ¿Leyó el reportaje del suplemento “The Hospital”? A lo cual replicó lacónicamente la viuda ¡No! ¡Qué dicen! Fue la oportunidad de don Manuel Barros en explayarse sobre el artículo periodístico que estaba reflotando la historia de las circunstancias de la muerte del diputado Arancibia-Sotomayor.
¡La única forma de detener esos rumores que enlodan la imagen de Pablo y la dignidad de usted, sus hijas y sus nietos es que acepte la candidatura a Presidente de la República! – sentenció severamente don Manuel Barros.
¡No cree que eso aumentaría los chismes! Replicó asertivamente doña Lucila.
¡No! ¡En la medida que usted proyecte la imagen de una viuda a la cual no respetan su duelo! – Contestó rápidamente el jefe de la bancada de diputado del PUN.
¡Y eso cómo se hace! Indagó la viuda.
¡No se preocupe! ¡Esos temas déjemelos a mí! Sentenció finalmente el diputado Barros.
Don Manuel Barros Zañartu sonrió, sólo faltaba el último empujón para lograr convencer a doña Lucila Mercedes Rosales. Tenía muy claro que la argumentación sobre tapar los chismes con una candidatura presidencial no sólo era débil, también podía generar el efecto contrario. Sabía que con la farandulización de la prensa chilena casos como la muerte del diputado Arancibia-Sotomayor eran solicitados por los productores de programas de televisión y comentado obligado de los opinólogos irresponsables que la habitaban.
El esfuerzo por retener los comentarios chismosos de la muerte de Pablo Arancibia-Sotomayor había necesitado de mucha habilidad y presión por parte del PUN.
Sólo se habían salvado unos pocos medios de comunicación que estaban fuera de la esfera de influencia del Partido derechista. Pero Barros sabía que para convencer a doña Lucila tenía que generar la excusa sicológica de defensa de la familia antes de dar ese ataque definitivo.
Fue en una cena ofrecida en honor y memoria del difunto diputado que don Manuel Barros dio su tiro de gracia. Pacientemente y entre sutiles alabanzas a la labor desarrollada por Lucila. Le confesó que Pablo siempre había tenido la secreta aspiración de postularse a la Presidencia de la República – que más de alguna vez había pedido su ayuda y consejo – pero finalmente sus “errores” con las mujeres le habían impedido tomar la decisión final. Ahora se le presentaba la oportunidad a su viuda, pero sin el problema de arrastrar “errores” que le impidieran aceptar. Simplemente estaba en su voluntad decir que sí o no.
Dicha confesión fue como una bomba de tiempo. Ahora don Manuel Barros esperaría pacientemente que su artefacto explosivo, puesto en el orgullo aún herido de una viuda que había aprendido a disimular sus sentimientos, actúe sobre su voluntad.
Tan sólo tuvo que esperar unas pocas horas cuando, junto a su esposa, fueron a dejar a la viuda que, vestida de elegante y correcto luto, decía la formula mágica - ¡Dígale a las personas del Partido que acepto la candidatura a Presidente de la República!
¡Doña Lucila! – exclamó el diputado Barros mientras tomaba la mano se su mujer - ¡Cuente con todo nuestro apoyo y amistad!
Esa noche el diputado Manuel Barros Zañartu, jefe de la bancada de diputado del Partido Unión Nacional, y uno de los hombres más influyentes del país, durmió con toda tranquilidad. Se sentía como el director de una sinfónica que había logrado incorporar el instrumento que faltaba a su armoniosa e inconclusa melodía. Durmió con sueños muy agradables.
Lucila Mercedes Rosales, después de despedirse del matrimonio Barros Errázuriz ingresó pausadamente a su casa, saludó a la servidumbre que la esperaban aún despiertos, entró a su invernadero a acariciar y conversar con cada una de sus flores, como si se tratara de un ritual de despedida y finalmente se fue a su amplio y solitario dormitorio. Sacó del cajón de su velador la foto, sin marco, de su marido y mirándola contemplativamente exclamó: ¡Por una “perra” capaz que termine de Presidenta de la República!

PICHINAHUEL
(Leonel  Sánchez Jorquera)